X Domingo Del Tiempo Ordinario
Joven, yo te lo mando, levántate. Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar
Lecturas: I Reyes 17, 17-24; Gálatas 1, 11-19; Lucas 7, 11-17
1 – Un accidente irreparable – La muerte asume siempre esta connotación básica porque sea como sea, quiebra una vida, sobre todo cuando se asoma en su florecer, como en el caso del niño de la viuda de Sarepta o del joven hijo de la viuda de Naín. A todos nos resulta espontáneo exclamar frente a la inevitabilidad de la muerte las mismas palabras de la viuda de Sarepta: “¿Qué hay entre tú y yo, oh muerte?”. Efectivamente, no puede haber nada en común entre la vida y la muerte: una es negación de la otra. Así que, sólo en una perspectiva cristiana de la fe absoluta e inquebrantable en el valor inagotable de la vida humana, en la resurrección final del cuerpo y en la vida eterna en Dios, la muerte puede llegar a ser aceptable y deseable. Por lo tanto, exclamemos desde ahora y cada día, con el profeta Elías: ¡” Oh Señor, mi Dios, que la vida vuelva a mi cuerpo”! Pero sobre todo: “¡Señor, mi Dios, que la vida del alma no se pierda jamás!”
2 – La muerte cristiana es otra cosa – Lamentablemente, todavía estamos atrapados en la concepción pagana y materialista de la muerte, como término infranqueable de la vida terrena, en lugar de unirnos a la concepción cristiana de la muerte como una ofrenda total de la vida en unión con Jesús en la cruz y como el comienzo de la vida eterna. Pablo lo resume todo con un gran pensamiento, en la carta a los Romanos: “Hermanos, nadie vive para sí, ni nadie muere para sí, pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya sea que vivamos, o que muramos, somos del Señor (14, 7-9). Confesémoslo: no estamos acostumbrados a ofrecer nuestra muerte… pero, desde ahora estamos invitados a ofrecerla como gesto de gratitud final, de adherencia irrevocable a la voluntad de Dios, de don total de sí para la salvación del mundo.
3 – La muerte no se improvisa – Creemos que si ignoramos la muerte, exorcizamos su miedo. En cambio, es justamente el pensamiento cristiano de “hermana muerte” que dona tanta serenidad, sentido de responsabilidad y fervor en las obras. Sabiendo que mi vida va a terminar, no puedo darme el lujo de cometer errores ni de perder tiempo en cosas inútiles. Tendré que poner todas mis fuerzas para estar preparado en el momento supremo de mi encuentro definitivo con Dios. Recuerdo lo que nos decía nuestro profesor, a nosotros los jóvenes del liceo: “Muchachos, cuando pienso en la muerte me lleno de entusiasmo y me cargo de energías”. ¡Qué grande gracia interior nos ha hecho el Señor no revelándonos el momento de nuestra muerte, pero exhortándonos a trabajar con la mayor energía y sin miedo!
4 – Un pensamiento de San Agustín – En la Carta 187, que es un tratado sobre la presencia de Dios, él se pregunta: ¿Qué sucederá en los instantes previos a nuestra muerte? Pregunta que también nosotros a menudo nos hacemos, sin lograr resolver el misterio. Esto es lo que nos revela Agustín: “Quien sigue constantemente las reglas de la fe, común ya sea a las personas elevadas que a las modestas, y no propone sus propias ideas personales como verdades de fe, pero transpira abundante sudor en el esfuerzo de avanzar en su vida de perfección, implorando a Dios, mediante la piedad que nos inspira la fe, la claridad de la inteligencia, su Divino Huésped (el Espíritu Santo) llenará todas las lagunas de la vida espiritual y de la inteligencia en el último día de vida rindiéndolo digno de la visión beatífica en la eternidad”. ¡La muerte coincidirá con la última Pentecostés y con la Confirmación más grande de la vida!